Podrían crearse, sin miedo a equivocarme en esta afirmación, tantas tarjetas de visita diferentes como personas habitan este planeta. A pesar de los años que vengo haciéndolo, sigo asombrándome de las peticiones de muchos clientes.
La tarjeta de visita, también llamada tarjeta personal, es precisamente eso: el objeto identificativo que en la mayoría de los casos lleva escrito nuestro nombre, y que nos presenta profesionalmente.
A pesar de ello, tengo que diferenciar básicamente dos tipos de tarjetas: aquellas que pertenecen a empresas de mediano y gran tamaño y aquellas otras diseñadas bajo pedido de pequeñas empresas o trabajadores autónomos. En el caso de las primeras, el diseño se rige normalmente por la imagen corporativa de la empresa y la individualidad queda limitada al cargo y los datos de contacto del que lleva grabado su nombre en la cartulina. En el caso de las segundas, entramos en un mundo completamente diferente, donde talla muy fuerte el gusto personal del cliente, y el contenido queda determinado por el uso que se le va a dar, la existencia o no de imagen corporativa, pudiendo llegar a tener importancia, incluso, los colores del equipo de fútbol de sus amores.
Las hay cuadradas, ractangulares, desplegables, impresas a una cara o en dos, en cartulinas texturadas, opacas, brillantes e incluso transparentes. Las hay minimalistas y barrocas. Las hay blancas o negras, verdes, rojas o grises. Y no faltan las que incluyen un catálogo casi completo de servicios y/o productos. Y si están impresas en ambas caras, mejor.
Sea como fuere, una tarjeta de visita será siempre la huella dactilar que iremos dejando aquí o allá como esa botella arrojada al mar esperando llegar a buen puerto.